Un cachito de felicidad
Son las seis de la mañana, aún no ha despuntado el primer rayo de sol cuando me despierto, mi impaciencia y no el despertador han conseguido arrancarme del mundo de los sueños. Me levanto con parsimonia, ahora toca asearse, desayunar y arrancar hacia el coche.
Tengo dieciocho años recién cumplidos y el permiso de conducir aun sin arrugas, llevo casi tres años sin bajar a las profundidades con una botella a mis espaldas. La suerte me ha jugado una mala pasada y por algún motivo o por otro me he mantenido seco hasta entonces.
No he tardado mucho en llegar a mi destino, Sardina del Norte, si cabe decir, el lugar más bonito de Gran Canaria. Aun me acuerdo de la primera vez que estuve aquí, harán esos tres años que llevo sin bucear y un par de meses más. Era mi bautizo y yo temblaba, siempre me ha asustado el mar. Al acercarme al muelle y ver la superficie de este estaba aún más aterrorizado. Pero al fin bajé, y allí estuve durante media hora más. Contemplando todas aquellas cosas, y curiosamente, siempre habían estado allí.
Tras este momento melancólico sigo observando embelesado el alba, estoy aparcado cerca del muelle, intento no caminar demasiado cuando cargo tantos kilos, que desesperación hasta que entro en el agua. Miro a mi alrededor, escucho el sonido de las gaviotas, el ruido del oleaje que golpea contra el muelle, al final de mi vista solo el mar y su inmensidad.
Espero a los impuntuales de mis compañeros, son las y cinco y aún no ha llegado ni uno. Qué más da, sigo mirando el horizonte con esa cara de bobo que suelo tener, más por la mañana.
Si no era pequeña mi sonrisa en ese momento, como sería al ver llegar a los dichosos impuntuales, no tenía mandíbula para más. Que felicidad al verlos después de tanto tiempo, y que felicidad de poder bucear otra vez.
Risas, más risas y toca equiparse, oh Dios, tremendo trabajo para un semi novato como lo era yo. Pero oye, que al final lo conseguí. Estaba listo para caminar otra vez hacia ese muelle, para lanzarme desde esas escaleras, para agarrarme el regulador y las gafas al hacerlo, para volver a sumergirme en esas aguas frías a esas horas tan inespectivas.
Que voy a decir de lo que vi bajo esas aguas que ustedes no sepan, aunque no hayan bajado nunca a Sardina, quién no conoce de alguna o de otra forma lo que allí habita. Por si acaso haya algún despistado lo diré.
Bajaba con ellos, casi que no veía nada, a ver quién se cree que no dejé de sonreír en toda la inmersión y que no hubo momento en el que no me entrara agua en las gafas por eso. Al menos creo que he perdido el miedo a que se me llenen de agua, si no, hubiese subido mucho antes de terminar.
Pasamos de un muelle y una calle desierta a un mar sobreocupado por cientos de maravillosas criaturas, alguna algo fea sí, pero maravillosa al fin y al cabo. No puedo decir mucho de lo que vi, si les digo la verdad no tengo ni idea de muchos de sus nombres, pero lo que más colorido dio a aquello fueron las fulas y las viejas, que bonitas.
Volví a tener un momento melancólico al ver a una fula sola, navegando por los mares entre las rocas de Sardina, volví a tenerlo cuando me acordé de la primera inmersión, de la segunda, de la tercera. En todas las que había hecho allí, siempre estaba una dichosa fula dando vueltitas sola.
En algún momento de mi exaltación la inmersión acabó, tocaba subir. El mar estaba en calma, así que no nos costó pasar a las escaleras. Ahora no era la melancolía la que reinaba sobre mí, sino el peso de todo mi equipo, que ya no estaba sujeto por el mar, y me volvía a intentar tirar sobre el piso.
No había terminado todo, después de la inmersión tocaba el rencuentro, tomamos algo y hablamos de lo que habíamos hecho durante este tiempo. Algunos no mucho, pero son unos gandules y por eso no se les deja de querer.
La mañana tornaba a tarde y tocaba el momento de despedirse, pero este no era como los de antes, que no sabías cuando ibas a volver a coincidir. Nos dijimos hasta mañana, porque todos teníamos la necesidad de volver otra vez. Se nos había quedado algo bajo Sardina del Norte, entre las rocas de sus aguas, custodiado por fulas solitarias, quizá un cachito de felicidad.
"Cuán inadecuado es llamar Tierra a este planeta,
cuando es evidente que debería llamarse Océano."
Arthur C. Clarke